En mi libro “Periodismo ambiental en España” (Ministerio de Medio Ambiente, 1995) traté de fijar los perfiles de esta especialidad periodística que no es tan novedosa como algunos, con machacona ignorancia, siguen creyendo. Eran momentos de relativa bonanza, en plena resaca de la Cumbre de la Tierra, y no por casualidad, nació en ese mismo año la Asociación de Periodistas de Información Ambiental (APIA). Sin embargo, ya apuntaba entonces, refiriéndome sobre todo a la prensa escrita, que nunca la información ambiental había ocupado tanto espacio como en los años setenta y primeros ochenta del pasado siglo, tal como puede constatarse en las hemerotecas. Ejemplifico incluso dicha afirmación con un análisis comparativo del espacio ocupado en los periódicos por la Cumbre de Estocolmo (1972) y la de Río (1992), en el que la primera, al menos cuantitativamente, sale mejor parada.

Los orígenes

Dentro del ambicioso proyecto que me he propuesto de recuperar la memoria de la cultura ecológica en España, a partir del siglo XVIII fundamentalmente, publiqué “Dos siglos de periodismo ambiental” (Caja de Ahorros del Mediterráneo, 2001), que ofrece una antología ordenada de informaciones ambientales en la prensa escrita, casi podría decirse que desde sus mismos orígenes. Porque, en efecto, de una u otra manera, tales contenidos han estado siempre presentes en los medios de comunicación, aunque no haya sido hasta fechas recientes cuando comenzamos a utilizar expresiones como información o periodismo ambiental. Baste señalar al respecto que las secciones de Higiene, habituales en la prensa del siglo XIX y primera mitad del XX, son un clarísimo antecedente de esta especialidad.

El periódico “La Regencia” informaba en 1878, en su sección de “Inventos útiles”, de los ensayos realizados en la Exposición Universal de París con una cocina solar. “Los hermosos rayos solares –describe el cronista– se reflejaban en grandes reflectores plateados, que elevaban la temperatura en breves instantes”. Este mismo periódico, por cierto, hizo un seguimiento ejemplar del conflicto que, en 1888, tuvo lugar en las minas de Riotinto (Huelva) cuando obreros y campesinos se lanzaron a la calle para protestar contra los malos humos (se constituyó entonces la Liga Antihumos) que arrasaban su salud y las cosechas.

Digamos que en los primeros años del siglo XX las energías renovables son un asunto recurrente en la prensa. “Alrededor del Mundo”, una magnífica revista de divulgación, contaba en 1909 que un ingenioso labrador había construido una pequeña fábrica combinando las fuerzas del agua y del viento, o que en Francia se habían empezado a utilizar los excrementos de los cerdos para obtener gas. También se hizo eco esta revista de la premonición del inventor Hudson Maxim (“no tardará el hombre en inventar un motor que utilice ventajosamente la energía solar”), de un proyecto para instalar una planta solar en El Cairo, y de “un molino para todos los vientos” cuyo diseño se aproxima bastante a los actuales molinos eólicos.

No es menos generosa (y paternalista) la prensa decimonónica con las ONG que hoy diríamos ecológicas o ambientalistas, tales como la Sociedad Protectora de los Animales y las Plantas (1872), Los Amigos del Árbol (1914), o las sociedades montañeras (Peñalara, 1913) que comenzaron a llamar la atención sobre la necesidad de proteger algunos espacios naturales. La creación del parque nacional de Yellowstone (1872), en Estados Unidos, tuvo fiel reflejo en la prensa del momento, incitando a los gobernantes para que siguieran el ejemplo norteamericano.

La información ambiental hoy

El ecologismo moderno, que se configura con nuevos bríos a finales de los años sesenta del siglo pasado, determina como es lógico los contenidos mediáticos, de forma y de fondo, hasta llegar a nuestros días en los que podemos dar por normalizada (o casi) la información ambiental, si bien no ha conseguido el estatus preferente de otras especialidades, salvo en contadas ocasiones. A estas alturas, podemos concluir que la importancia de la información ambiental es directamente proporcional a su capacidad para generar conflicto político (y económico) dentro de los cauces institucionales y convencionales, véanse los casos de las hoces del Cabriel, del Prestige, del Plan Hidrológico o del Protocolo de Kioto.

Solemos reprocharles a los responsables de los medios de comunicación su profunda y continuada ignorancia sobre estos temas. Ello es cierto, pero conviene preguntarse por las causas. Por qué el celo informativo hacia otros fenómenos sociales más o menos novedosos (inmigración, violencia doméstica), en los que los medios van incluso por delante de la sociedad, marcando la pauta de lo políticamente correcto, no es tan evidente en el caso que nos ocupa. Las respuestas podrían ser múltiples, pero acaso la más relevante sea el prejuicio ideológico que suscitan las propuestas y las denuncias ecológicas.

Los medios de comunicación y los propios periodistas son reacios a las críticas sobre las infraestructuras porque, al igual que la mayor parte de la sociedad y de los partidos políticos, consideran que son buenas. La ministra de Fomento declaró a los pocos días de asumir el cargo que apostaría por el tren como una forma de contribuir al cumplimiento del Protocolo de Kioto, pero a continuación señaló que seguirá promoviendo nuevas infraestructuras viarias porque la obra pública siempre ha sido una de las señas de identidad de la izquierda. Algo parecido ocurrió en el debate de investidura de Rodríguez Zapatero, en el que sólo una fuerza política (IU/Los Verdes) pronunció un discurso coherente en este sentido. Cierto es que el portavoz de Esquerra Republicana habló de desarrollo sostenible, pero lo hizo después de reclamar un largo listado de obras para Cataluña. Sin negar avances evidentes, cuando los políticos y los medios de comunicación hablan de desarrollo sostenible/sostenido no se refieren a otro modelo de desarrollo. Simple y llanamente reclaman más desarrollo. ¿No explica este mismo argumento la desafección social de la cultura ecológica?

Joaquín Fernández. El Ecologista nº 41