La televisión es, entre otras cosas, una bombilla de colores que es mirada por millones de personas durante tres horas y media cada día. Mientras se mira la televisión la gente deja de relacionarse entre sí y con el territorio en el que habita. Las personas son acostumbradas así a ver el mundo sin actuar sobre él, creándose un estado de aturdimiento e indefensión en el que crece con facilidad la parálisis social.
Fernando Cembranos Díaz, Ecologistas en Acción [1]. Revista El Ecologista nº 39. Primavera 2004.
El punto de partida de este análisis es la dificultad que el sistema nervioso en su conjunto tiene para distinguir las imágenes de la realidad de las imágenes virtuales o de representación de la realidad. El cerebro ha ido evolucionando basándose en la credulidad de lo que ve, por eso lloramos viendo una película de ficción o nos emocionamos con los anuncios de turrones. Las informaciones icónicas producen en el cerebro la sensación de que son algo intrínsecamente creíble. La cantidad de información que cabe en un cerebro humano no ha aumentado significativamente, pero el contenido ha sido desplazado en buena medida por información remota, homogeneizada, sesgada y poco relevante para sus necesidades.
La memoria aún tiene más dificultades para distinguir la procedencia de las imágenes mentales que posee. De dónde me viene la idea que tengo de la Edad Media ¿de mi imaginación, de los textos que he leído o de las imágenes que he visto? ¿Y la idea de un sindicalista? ¿Y la de la guerra? Cuando la imaginación compite con las imágenes virtuales, estas últimas suelen tener más fuerza. Millones de niños y niñas imaginaron, mientras leyeron, su Harry Potter particular; después de ver la película ya no pueden imaginar otro que el actor que aparece en el film. El territorio y lo que en él acontece está siendo sustituido en nuestra mente por lo que vemos en la pantalla.
La fuerza de las imágenes de la pantalla hace que a menudo reciban un estatus de realidad superior a la realidad misma. Al estar más aislados de los demás y más desconectados del territorio, entre otras causas por la televisión misma, y al mirar todos las mismas imágenes, la televisión consigue ser el referente más potente de validación de la realidad. Lo que no sale en televisión no existe: “Anunciado en TV”. La TV inventa y legitima la realidad. Los niños y las niñas juegan a lo que sale en la televisión (y compran los juguetes de acuerdo a lo que en ella sale). Se pierde así una de las funciones principales del juego, la adaptación a la realidad, creándose un bucle loco y autorreferente que flota en el vacío virtual.
Las personas adultas usan la televisión como modelo para resolver muchos problemas específicos de la vida cotidiana: cómo besar, cómo amenazar, cómo parecer una persona actual, cómo mejorar el aspecto de la cocina. Millones de personas han dejado de hablar de por dónde pasa el camino, de qué color baja el agua del río o del nuevo estrechamiento de la acera, porque están más interesadas en lo que sucede en la pantalla que en lo que le ocurre al territorio del cual viven. La imagen del mundo, del bienestar, de las necesidades, del fracaso, de los valles o de las cosechas, deja de ser construida por las relaciones de millones de personas con el mundo y entre sí y pasa a ser diseñada por un selecto grupo de personas que controlan lo que aparece y lo que no aparece en las pantallas.
Mirar la TV
El sistema nervioso necesita una estimulación mínima para no desorganizarse. Por eso miramos el fuego de la chimenea en una habitación en semipenumbra, la cascada en una pared de la montaña y las luces del árbol de navidad. En un salón de objetos familiares y estáticos, en ausencia de otros estímulos, miramos antes la TV que la pared o el armario. No es necesaria una propuesta televisiva muy interesante. Como una bombilla de colores en movimiento que es, capta nuestra atención con más poder que el verde del sofá o las curvas inmóviles de las cortinas.
Para mantener la atención la pantalla necesita producir numerosos estímulos y alteraciones. El espectador no aguantaría la imagen estática de un locutor más allá de unos pocos minutos. Por eso la TV hace una pequeña trampa que se denomina “acontecimiento técnico” que es la alteración intencionada del flujo o movimiento natural de un acontecimiento: un cambio de plano, una aceleración, un cambio de sonido, una perspectiva extraña, etc. En el mundo real las cosas no se alteran claramente cada dos o cuatro segundos, por lo que resulta menos atractivo para el sistema nervioso que la televisión. Además de la aceleración de los acontecimientos técnicos, la televisión ha ido subiendo el impacto emocional de sus propuestas. Así, lo que antes era un debate tranquilo, ahora tiene que ser necesariamente acalorado, la retransmisión de robos de ficción ha ido dando paso a la filmación directa de conductas delictivas. El repertorio de extravagancias empieza, a su vez, a ser habitual. El discurso político, el conflicto, el temor, la muerte, la guerra, se convierten en espectáculo en la televisión.
Prácticamente ninguna actividad humana tiene una puesta en marcha menos costosa que ver la televisión (los costes aparecerán en otro momento): con dar a un botón ya se encuentra uno viendo la televisión, casi cualquier otra actividad humana suele conllevar un esfuerzo de arranque mayor. Las actividades de relación interpersonal requieren un coste inicial que la TV no pide. De la misma manera, el esfuerzo necesario para obtener y procesar información compleja es muy superior al de convertirse en receptáculo de imágenes e informaciones cortas, por eso una parte importante de las personas optan por informarse a través del televisor, incluso aunque sospechen que es una información interesada. Por otra parte, el aburrimiento necesario para reunir los esfuerzos y la motivación para comenzar una actividad de relación o de autorrealización suele ser suprimido por la propia TV.
El flujo continuo de imágenes dificulta los procesos cognitivos complejos. La situación de privación sensorial en la que se visualiza la pantalla de la televisión (prolongadamente quietos, en una habitación en semipenumbra, sin hablar y sin relacionarse) produce en el espectador un estado parecido al de la ensoñación, dejando camino libre a la implantación de imágenes en nuestro cerebro. En la conversación, en la lectura y en la acción, la velocidad del procesamiento de la información la ponen quienes las realizan. Las imágenes de la televisión, sin embargo, entran directamente en los bancos de la memoria sin poder ser filtradas ni procesadas.
Mientras se ve la TV no se pueden llevar a cabo procesos cognitivos complejos como contextualizar, inferir o cambiar la perspectiva. Para realizar abstracciones el cerebro necesita alejarse de las imágenes concretas. La información que se trasmite no puede ser pensada en el momento de la exposición. La televisión se opone a la práctica del entendimiento complejo, de la argumentación y la racionalidad [2]. Se piensa por asociación simple y las asociaciones son creadas intencionalmente. La publicidad es fundamentalmente asociativa. No por casualidad la persuasión del discurso político se ha ido desplazando del poder de la argumentación al de la apariencia, la imagen y las asociaciones emocionales [3].
La lógica inherente de la televisión y la representación social de la realidad
El conocido argumento de que la televisión, como tecnología, es neutral, que todo depende del uso que se le dé, olvida que la televisión mantiene, al menos, dos servidumbres: sólo aparece en televisión aquello que se puede filmar, tiene que ser suficientemente entretenida para que la gente continúe sentada mirándola.
De acuerdo a estas dos reglas, unas informaciones, unos asuntos, unos sucesos, son más televisables que otros: así es más fácil televisar la tala de árboles que mostrar su crecimiento, más los piquetes de huelga que las presiones de los empresarios para no hacerla, más las presas en construcción que los valles destruidos, más los muertos que los desaparecidos, más las carreras de coches que los atascos. Es muy difícil filmar los cambios graduales que amenazan la supervivencia y más todavía sus causas. La televisión selecciona, como un telescopio, un puñado de acontecimientos lejanos entre billones de acontecimientos y los envía a millones de personas que dejan de ver el resto de los acontecimientos próximos a ellas.
Las personas son acostumbradas así a ver el mundo sin actuar sobre él, creándose un estado de aturdimiento e indefensión en el que crece con facilidad la parálisis social.
La desarticulación de las relaciones
La esencia de este mal autodenominado medio de comunicación masivo es que unas pocas personas hablan a muchas, que a su vez están calladas, quietas y progresivamente aisladas. El paradigma de la comunicación social como articulación de innumerables interacciones entre personas cercanas, que entre otras cosas ha producido las lenguas con las que nos comunicamos, ha sido sustituido por el de unas pocas personas lejanas que hablan con destellos de imágenes semicreíbles al resto, que no puede contestar excepto con sus conductas de compra.
La competencia de la pantalla con la realidad acarrea numerosas consecuencias, ya que de entrada suprime o debilita la conversación inmediata con las personas más próximas y convierte lo cercano en extraño. El aislamiento que provoca permite adaptarse a las relaciones sociales de baja intensidad, de ahí el éxito de las relaciones en el ciberespacio, mientras la soledad que produce se resuelve a su vez viendo aún más horas de televisión. Además, una buena parte de las personas que aparecen en la pantalla son seleccionadas para que puedan ser deseadas, lo que crea un espejo distorsionado de la realidad donde cada vez más personas se gustan menos al contemplarse.
La televisión reduce la información local, tanto de personas como de realidades, y por lo tanto disminuye las posibilidades de articular relaciones y conocer y actuar sobre el territorio próximo. A la vez homogeneiza las cabezas y suprime la sociodiversidad, al seleccionar la pantalla un trozo muy pequeño de realidad y repartirlo a todos los cerebros por igual.
La televisión invita a leer la realidad en clave individual, cada uno desde su sofá. El debate se dificulta o se realiza en los términos propuestos por la pantalla. Queda mermado el conocimiento colectivo y se ignoran las formas de democracia participativa. El discurso político pierde los argumentos y la interacción, siendo sustituido por los video-líderes [4]. El resultado es una fragmentación de las relaciones y una pérdida de las agrupaciones, asociaciones y estructuras comunitarias territoriales, y por lo tanto, del poder y la cohesión que éstas tenían asociados al territorio.
La aceleración de la concentración de poder
Como tecnología de implantación de imágenes en el cerebro, la TV permite hablar directamente al interior de la mente de millones de personas y depositar en ella imágenes (que difícilmente se pueden modificar) capaces de lograr que la gente haga lo que de otra manera nunca hubiera pensado hacer. ¿Cómo conseguir suprimir las mil maneras diferentes de merendar que había en los diferentes territorios y culturas, y sustituirlas (en una tercera parte del planeta) por unos huevos Kinder o un Kit-Kat? Sólo una tecnología como la televisión es capaz de lograrlo con la eficacia mostrada en el escaso margen de las dos últimas generaciones. Siendo bastante torpe para transmitir argumentos, la televisión es absolutamente idónea para introducir mensajes publicitarios cortos. Con una variedad de ingeniosas triquiñuelas, la publicidad consigue suprimir las numerosas maneras que las personas y las comunidades tienen para desarrollar su bienestar (entre otras relacionándose), y las reduce a un pequeño espectro de soluciones que ofrecen las grandes compañías.
La televisión es un medio que controlan adecuadamente los ricos para hacerse aún más ricos; junto con el sistema financiero, la televisión es el acelerador más eficiente del proceso de globalización. Las televisiones más importantes del mundo son propiedad de las 100 compañías más grandes, que a su vez son las que más se anuncian en televisión. La ABC es propiedad de Disney, la NBC de General Electric, la CBS de Westinghouse, Antena 3 (hasta el momento) es de Telefónica. Las cadenas públicas o se privatizan o se mimetizan con las privadas y en cualquier caso quienes las financian, en buena parte, son las mismas compañías. En sólo dos generaciones, la enorme variedad de producciones locales en los diferentes sectores de la economía han llegado a ser controlados por un reducido espectro de macrocompañías, que controlan la televisión o son parte de ella. Es necesaria una tecnología que legitime la enorme concentración de poder y elimine paulatinamente cualquier otro sistema o alternativa en los cerebros y en los territorios. Esa tecnología es la televisión.
Las representaciones sociales y el pensamiento único
El discurso y las representaciones sociales difundidos a través de la televisión muestran una serie de características que pasamos a enumerar brevemente:
Ser en buena parte un discurso comercial desarrollado de forma directa a través de la publicidad (la mayoría de los programas son una excusa para ver la publicidad) o indirectamente a través de programas esponsorizados.
Es un discurso del poder, en el que se identifican los intereses de unos pocos con los de la generalidad de la humanidad. Por ejemplo, se da como una cosa buena en sí misma que hayan aumentado las ventas de coches independientemente de que sean necesarios o de los problemas ecológicos que causan. Es imposible que aparezca una crítica a las compañías propietarias de la propia televisión.
Exalta los valores que sustentan el sistema: la modernidad, el crecimiento, el progreso, la tecnología, la sociedad de la información, etc. Mientras ignora, o reduce a sucesos o accidentes, los destrozos que el propio sistema proporciona.
Elimina, silencia, esoteriza, convierte en espectáculo o distorsiona cualquier tipo de alternativa al modelo de desarrollo que propone, haciendo ver que sólo hay un camino posible y el resto es el caos, la violencia o el fanatismo.
La televisión se convierte en el medio difusor por excelencia del discurso dominante. Desde unos pocos centros de diseño se seleccionan las informaciones, programas y mensajes comerciales y se distribuyen con una inmensa eficacia al interior del cerebro de millones de espectadores, a los que se les dice qué estilo de vida es el deseable, qué valores defender, cómo entender la economía y cómo mirar el planeta. Desde la tecnología de la televisión el concepto de pensamiento único adquiere toda su significación.
¿Qué hacer?
Si se mira el planeta desde un satélite se observa que las llamadas zonas desarrolladas del planeta son manchas grises y borrosas que se expanden al modo de una enfermedad. Pues bien, a la vez que el planeta se ha hecho más borroso y descolorido, las tecnologías de la representación de la realidad, como si fuera una estudiada correlación inversa, han ido adquiriendo más colores y una mayor definición. Las ventanas han ido siendo sustituidas por pantallas y se ha ido dejando de mirar la realidad de forma directa. La referencia de la realidad ya no es la observación directa de millones de ojos, sino lo que la pantalla dice. La menor interacción con el territorio hace desconfiar a la gente de su propia observación. Los mass-media han ido creciendo hasta convertirse en una especie de nuevo medio ambiente, creando una inversión que hace que para muchas personas ya no haya otra realidad relevante que la que produce la televisión.
El programa de Gran Hermano, uno de los fenómenos televisivos que mayor impacto han creado en los índices de audiencia, ya mostraba que para que las relaciones humanas pudieran establecerse, fueran significativas y por lo tanto sirvieran como espectáculo, era necesario prohibir ver la televisión a sus participantes. Se creaba así la paradoja de un elevado número de telespectadores que veían a un grupo de personas a los que se les prohibía ser telespectadores.
La mayor parte del trabajo que hay que hacer es desarrollar las relaciones en el territorio. Cuando hay relaciones, hay organizaciones, y si éstas existen el poder se distribuye. Sin embargo esto no quita para que sea necesario problematizar este fenómeno.
El trabajo para frenar el impacto de la televisión debería contemplar alguno o varios de los siguientes aspectos:
Aumentar el número de personas que viven satisfactoriamente sin tener televisión en sus hogares, que en la actualidad no supera el 2% o 3%. Crear un discurso que rompa el sorprendente consenso sobre lo imprescindible que la TV resulta para vivir satisfactoriamente.
Disminuir de manera contundente el número de horas de televisión al día en aquellas personas que prefieran mantenerla en sus hogares. Puede resultar también útil realizar ensayos de (al menos) tres semanas sin televisión para experimentar las diferencias y constatar las dependencias y la posibilidad de superarlas.
Incorporar al ya conocido debate sobre los contenidos de la televisión (violencia, manipulación política e ideológica y trivialidad) el debate sobre el hecho mismo de ver la televisión en detrimento de las relaciones con las otras personas, las actividades de autorrealización y las relaciones con el territorio no virtual.
Desenmascarar las relaciones de poder que se encuentran detrás del televisor y problematizar algunos mitos como son: el de la información, la conexión con el mundo, la libertad del que la ve, su inevitabilidad o su neutralidad como tecnología.
Retrasar al máximo (al menos hasta los ocho años) la incorporación de los niños y las niñas a la práctica de ver la televisión. Disminuir también las relaciones con la televisión en las circunstancias más vulnerables: la etapa adolescente, personas con problemas de soledad, depresión, baja autoestima, etc.
Evitar introducir la televisión en ámbitos escasamente contaminados hasta el momento, como son la escuela, los centros culturales, algunos transportes públicos y, desgraciadamente, pocos más.
Establecer las relaciones entre el desarrollo del espacio virtual de la televisión con el deterioro del territorio.
Finalmente no hay que olvidar que la televisión, a pesar de afectar gravemente a los vínculos sociales, a la diversidad cultural, a la producción económica y al territorio, ha sido tan eficaz en su capacidad de autopromocionarse, que ha conseguido que cualquier análisis que ponga en cuestión su propia naturaleza, suscite todo tipo de reacciones defensivas, impidiendo que pueda establecerse un debate esencial.
Notas y bibliografía
BAUDRILLARD, J. (1978) Cultura y simulacro Barcelona: Kairós.
BORDIEU, P. (1997) Sobre la televisión Barcelona: Anagrama.
CEMBRANOS, F. (1985). Consumo, publicidad y defensas. Estudios sobre Consumo nº 5. Revista del Instituto Nacional del Consumo. Ministerio de Sanidad y Consumo Madrid.
DÍAZ NOSTY, B. (2002) Informe anual de la comunicación: Años 2000-2001 Madrid: Grupo Zeta.
FERNÁNDEZ DURÁN, R. (1996) Contra la Europa del Capital Madrid: Talasa.
MANDER, J. (1984) Cuatro buenas razones para eliminar la televisión Barcelona: Gedisa.
MEDINA, J.A. y CEMBRANOS, F. (1996) La Soledad. Madrid: Aguilar.
PIGNOTTI, L. (1976) La supernada: ideología y lenguaje de la publicidad. Valencia: Fernando Torres Editor
RIFKIN, J. (2000) La era del acceso Barcelona: Paidós.
ROSEMOND, J. (1999) Cómo tener hijos felices y adaptados Barcelona: Medici.
SARTORI, G. (1998) Homo videns Madrid: Taurus.
[1] Una ampliación de este artículo aparece publicada en Intervención Psicosocial, Revista de Igualdad y Calidad de Vida, Vol 12 nº 2, 2003.
[2] Narciso Ibáñez Serrador manifestó que sus programas de mayor éxito los diseñaba pensando en un espectador de 13 años de edad mental.
[3] Forza Italia era el contenido central y casi único de la campaña de Berlusconi.
[4] Los presidentes norteamericanos ya hace muchos años que comprobaron que eran mucho más rentables 20 minutos de televisión que recorrer cientos de kilómetros por las poblaciones de los diferentes Estados.