Consumo

Consume hasta morir, Ecologistas en Acción. Revista El Ecologista nº 70.

Carteles luminosos, olores insinuantes, marquesinas gigantes, plazas públicas ocupadas por instalaciones que muestran las bondades de algún producto, performances hechas en plena calle para llamar la atención sobre un nuevo modelo de móvil… nuestra experiencia cotidiana es cada vez más comercial. En las ciudades, especialmente en las grandes, los publicistas participan de una lucha por captar la atención de los viandantes, potenciales clientes, y modelar sus percepciones para generar más deseos que se conviertan en necesidades. Es una guerra de las percepciones que la gana aquella marca que consigue crear vínculos emocionales con los clientes.

Esta publicidad, unidireccional, a la que no podemos contestar y de la que difícilmente podemos huir, es concebida esencialmente por el objetivo comercial que tiene, aunque en realidad poco dicen los anuncios de las características de los productos. Aprovechando las posibilidades del lenguaje audiovisual y los nuevos canales de comunicación, los anunciantes han volcado sus esfuerzos en incrementar el valor de sus marcas dentro del mercado de intangibles, hasta el punto de convertir el producto en solo un elemento más de un amplio proceso comunicativo.

Al hablar de la publicidad, sin embargo, poco se dice del papel ideológico que cumple, como transmisora de valores y generadora de un determinado modo de estar sobre la tierra: siguiendo la máxima de cuanto más mejor. Los estilos de vida cuidadosamente seleccionados como imaginario social apuntan a una sorprendente homogeneidad de valores: la reivindicación de lo individual ante lo colectivo, del hedonismo frente al esfuerzo, de lo estético frente a lo ético.

En un mundo cada vez más globalizado, la inversión se ha ido dirigiendo a la creación de la marca global antes que a la engorrosa fabricación de los productos y el control de su calidad, a base de deslocalizar la industria y externalizar la producción en países del Sur, disminuyendo hasta lo irrisorio los costes de producción. El resultado es que el consumo ha adquirido un papel tan central como paradójico: un tercio de los consumidores europeos presenta un nivel alto de adicción al consumo, problemas graves de compra impulsiva, o una clara falta de autocontrol en sus gastos. Y mientras crece a 350 millones el número de obesos en los países del Norte y se constata que la injusta distribución de los recursos no se soluciona con un mayor crecimiento económico, recibimos cada vez más pruebas de que el actual modelo de consumo está basado en el despilfarro: cuando 800 millones de personas viven en la pobreza más severa, cerca del 40% de los alimentos que se producen se pierden sin ser consumidos.

Y la publicidad tiene un papel esencial en todo este panorama. Con métodos más o menos ingeniosos, lleva décadas prometiendo que ese mercado de productos y marcas con identidad propia satisface desde nuestras necesidades más básicas a los anhelos y aspiraciones laborales, sociales o sentimentales. Y para ello, la principal estrategia es tanto mostrar una potencialidad mágica de lo que se compra como insistir repetidamente en las supuestas carencias que aquejan al consumidor o consumidora.

La publicidad se lleva premiando, desde hace 26 ediciones, en el Festival Iberoamericano de la Comunicación Publicitaria El Sol, que se celebra en Donostia-San Sebastián, donde se valoran los mejores anuncios del año. Como se trata de romper con ese monólogo publicitario, Ecologistas en Acción lleva concediendo, desde hace cuatro años, los Premios Sombra a los peores anuncios publicitarios en diferentes categorías, a los que transmiten los valores más machistas, discriminatorios, irresponsables, insolidarios o consumistas. Se trata de criticar y hacer visible el papel ideológico que cumple la publicidad, y también poner de manifiesto que detrás de los carteles luminosos e imágenes llamativas se esconden empresas con bastantes más sombras que soles.

La publicidad campa a sus anchas por las grandes ciudades, sin embargo ya comienza a haber voces que, cada vez con más fuerza, gritan ¡estamos hartas!, ¡estamos indignados! Voces que se convierten en acciones que reivindican ese espacio para uso público y que comienzan a responder en las marquesinas de las calles: el enorme cartel de L'Oreal, colocado en la Puerta del Sol de Madrid, vio como las letras de su marca eran transformadas en una frase que decía: “Democracia real”.