El arduo camino del cambio energético.

Antonio Turiel [1] . Revista Ecologista nº 91.

La transición energética se ha convertido ya en una prioridad para algunos países que ven con preocupación el límite de los recursos energéticos. El autor cuestiona las políticas emprendidas en Alemania y advierte de que no se puede encarar el colapso con medidas cortoplacistas basadas en el rendimiento económico.

Desde hace un tiempo se va hablando, cada vez con mayor insistencia, de la conveniencia de emprender una transición energética a escala global. Esa conveniencia se ha ido convirtiendo, con el paso de los años, en una imperiosa necesidad, hasta el punto de que el actual ministro de Energía, Industria y Agenda Digital, Álvaro Nadal, señaló en su toma de posesión, en noviembre de 2016, que el gran reto que tenía su ministerio por delante era el de impulsar la transición energética.

En la mente de todos está la necesidad de luchar contra el cambio climático, aunque la mayoría de líderes políticos y económicos no son conscientes de la urgencia y la profundidad de los cambios requeridos: recordemos que ya en 2012, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) avisaba de que para no superar el denominado “objetivo 2 grados centígrados” (2 ºC) hacía falta dejar bajo tierra el 80 % de las reservas conocidas de combustibles fósiles.

Poca gente es consciente de lo que una frase tan corta implica en realidad. Por una parte, ese objetivo 2 ºC corresponde a un volumen de emisiones de gases de efecto invernadero que no es para nada seguro. De acuerdo con las estimaciones, con las emisiones calculadas para el objetivo 2 ºC habrá aún un 50 % de probabilidades de que la temperatura media del planeta supere los 2 ºC, con todos los cambios catastróficos que esto implicaría. ¡Básicamente, nos estaríamos jugando el futuro de nuestro hábitat a cara o cruz!

Ante una amenaza letal, ¿se jugaría usted la vida de sus hijos con una moneda, simplemente por mantener unos años más un estilo de vida de todas maneras insostenible? Pues aunque usted no quiera, eso es exactamente lo que se está haciendo. Bueno, en realidad, lo que se hace es peor. Porque incluso con 2 ºC por encima de la temperatura de la era preindustrial este planeta no sería un lugar seguro y agradable.

Pero es que, además, la humanidad no está haciendo ningún caso a las recomendaciones y sigue apostando por fuentes de energía muy contaminantes; y no contenta con ello, en la última década ha introducido algunas nuevas aún peores, como las arenas bituminosas de Canadá, que han convertido los extraordinarios bosques boreales de ese país en algo muy parecido al infierno en la Tierra. Y el petróleo y el gas atrapados en rocas poco porosas, que se explotan con la agresiva, contaminante y arriesgada técnica de la fractura hidráulica (fracking en inglés).

Un resquicio para la esperanza

Nos dicen que hay, sin embargo, un resquicio para la esperanza: durante el año 2015 las emisiones globales de CO2 prácticamente no crecieron. Cuidado, no nos dicen que “se han detenido por completo” o ni siquiera que “han disminuido”. No. Lo que nos dicen es que se han mantenido en el mismo nivel, altísimo, de 2014: unos 36.000 millones de toneladas. Hay quien quiere interpretar este hecho como una demostración de que está comenzando, por fin, la ansiada transición energética, que estamos comenzando a abandonar los combustibles fósiles y a transitar la senda hacia el 100 % renovable. Lo cual es, de alguna manera, cierto aunque no por los mejores motivos ni tampoco con las mejores consecuencias.

Es cierto que estamos viviendo el crepúsculo de la era de los combustibles fósiles, pero tal cosa sucede más por una limitación física y geológica que por convicciones éticas y ambientales. La Agencia Internacional de la Energía, organismo siempre reacio a aceptar las limitaciones que impone vivir en un planeta vasto pero finito, lleva años rebajando su optimismo sobre la evolución de la producción de petróleo y otros hidrocarburos líquidos a él asimilados, hasta que en 2016 por fin reconoció, a media voz y casi sin pretenderlo, que hay un problema serio con la producción de petróleo.

La figura que se encuentra sobre estas líneas proviene del último informe anual de la AIE, el World Energy Outlook (WEO) 2016, y a pesar de lo optimista de sus previsiones muestra de manera bastante explícita qué es lo que espera la AIE en relación al futuro del petróleo. La línea de puntos es por donde esperan que vaya la demanda, en tanto que la suma de los diversos estratos de colores (cada uno de ellos representando un tipo diferente de yacimiento o de hidrocarburo líquido) es la producción esperada de hidrocarburos líquidos a partir de las fuentes más o menos aseguradas.

La diferencia entre ambas curvas, que se hace ostensible a partir de finales de 2018, tendría que venir cubierta por la producción que viene de nuevos campos, aún por comenzar su explotación o incluso por ser descubiertos. La razón por la que la AIE muestra esta gráfica sin contar con lo que aún no se explota es porque no hay garantías de que nunca se llegue a explotar. Después de haber multiplicado por tres el esfuerzo en exploración y desarrollo de nuevas fuentes de hidrocarburos en el período comprendido entre los años 2000 a 2013, la industria de los hidrocarburos está abandonando el negocio de manera precipitada, con caídas de la inversión del 25 % de 2014 a 2015, y del 21 % del 2015 al 2016. Si la situación se prolonga, nos avisa la AIE, el mundo se puede enfrentar a un colapso petrolero en pocos años.

Pero la situación no se va a revertir en lo fundamental, ya que las nuevas fuentes de hidrocarburos que le quedan a la humanidad son ruinosas tanto desde el punto de vista energético como desde el punto de vista económico. Como alertó el Departamento de Energía de Estados Unidos en 2014, a pesar de los precios del petróleo históricamente elevados entre los años 2011 y 2014, las 127 mayores compañías del mundo (tanto públicas como privadas) perdían dinero a un ritmo de más de 100.000 millones de dólares al año.

Los límites de la externalización

Nada es casual, ni inesperado. Hace décadas que se alerta de la llegada a este punto: el del petróleo caro, el gas natural caro, el carbón caro. El problema con los recursos naturales, aparte de la alteración medioambiental que produce su consumo, no empieza cuando se agotan por completo, sino cuando la producción comienza a disminuir porque lo que resta es más difícil de extraer, de peor calidad, menos asequible… Si la energía no es barata (muy barata, de hecho), el sistema económico global no puede crecer de manera duradera.

Algunos países pueden vender la ficción de una mejora de su intensidad energética (cantidad de energía consumida por dólar de Producto Interior Bruto (PIB) producido) a base de externalizar sus industrias más consumidoras de energía,y por ende más contaminantes, a otros países, mientras ellos se centran en los servicios ‘de mayor valor añadido’ (típicamente, financieros); pero no todo el mundo puede hacer eso al mismo tiempo. La lógica del crecimiento porcentual y perpetuo lleva a un incremento rápido y perpetuo del consumo de energía, sin que las mejoras en eficiencia y en ahorro hayan conseguido desviarnos de ese rumbo inexorable (y nunca podrán hacerlo por razones económicas profundas).

De acuerdo con los últimos informes World Energy Outlook, la producción de petróleo y del resto de hidrocarburos líquidos estaría comenzando su decadencia inexorable, el carbón parece estar en la misma situación y en cuanto al uranio la decadencia ya lleva en marcha un par de años.

De acuerdo con el World Energy Outlook 2014, la producción de carbón comenzará a declinar inmediatamente si no aparecen nuevos proyectos de minas donde aún ni se ha hecho el primer agujero, o ni siquiera se han localizado aún los recursos. De hecho, en el WEO 2016, la Agencia Internacional de la Energía reconoce explícitamente que la producción de carbón (ellos hablan de consumo de carbón) probablemente ya ha tocado techo, pues en 2015 la producción cayó.

En cuanto a la producción de uranio, también de acuerdo con el WEO 2014, ha comenzado ya hace unos años un proceso de declive que impedirá cubrir la demanda a partir de 2025.

Dentro de los recursos no renovables, solo la producción de gas natural sigue creciendo, aunque todo apunta a que a comienzos de la década de los 20 de este siglo comenzará también su declive irreversible. Estamos hablando de unas fuentes que proporcionan alrededor del 90 % de la energía primaria que se consume en el mundo hoy en día, y que en pocas décadas podrían estar produciendo entre un 25 % y un 50 % menos de energía de lo que producen ahora mismo. Con este panorama delante de nuestros ojos, la transición energética es hoy en día una necesidad urgente.

Políticas de transición energética

¿Se están tomando las medidas adecuadas para favorecer esa transición energética? La respuesta podría ser sí y no. Hay avances en algunos aspectos, pero en general las razones que parecen guiar las políticas adoptadas tienen más de conveniencia económica a corto plazo que de una verdadera conciencia sobre los problemas de sostenibilidad que encaremos.

Examinemos, por ejemplo, el caso de Alemania. Hace unos años, Alemania emprendió una reforma de su sistema energético que fue alabada por lo ambicioso de sus pretensiones, la denominada Energiewende. Después de seis años desde el inicio de su aplicación, se podría decir que la reforma ha sido un gran éxito, como muestra la gráfica inferior extraída de la página de Clean Energy Wire (compartida bajo Licencia Creative Comomons 4.0).

Como se ve en la franja naranja en la gráfica la producción eléctrica renovable alemana ha pasado de los poco más de 20 Terawatios-hora (Tw·h) en 1995 a los 196 Tw·h en 2015, es decir, un espectacular incremento de casi el 1.000 % en 20 años fundamentado sobre la energía eólica principalmente, seguido de la biomasa y después de la energía solar.

En términos porcentuales, la producción eléctrica alemana ha pasado de ser un 4,5 % renovable en 1995 a un espectacular 31 % renovable en 2015 (que por cierto es inferior al 38 % español). Se podría pensar, por tanto, que el Energiewende ha sido un éxito indiscutible. Hay, sin embargo, ciertos aspectos discutibles en la revolución energética alemana. Por un lado, si se observa el gráfico se ve que la producción eléctrica alemana total está prácticamente estancada alrededor de los 620 Tw·h desde 2005. Y curiosamente el interés de Alemania por la energía renovable no le ha llevado a reducir significativamente el consumo de combustibles fósiles destinados a la producción eléctrica, cuya cantidad baja muy poco entre 2005 y 2015, particularmente en el caso del más contaminante, el carbón.

Lo que realmente ha declinado en los últimos 10 años es la producción eléctrica de origen nuclear, cosa sin duda loable por los riesgos ambientales que plantea, pero que justamente es menos intensiva en CO2 que el carbón. De hecho, si uno analiza el consumo de carbón en Alemania se ve que el consumo del lignito nacional (el peor tipo de carbón, en términos de emisiones de CO2 por caloría producida) se mantiene muy elevado, y la producción eléctrica basada en el carbón es considerablemente superior a la renovable.

En realidad, los cambios en el mix eléctrico alemán parecen responder antes a razones económicas y de estrategia a corto plazo que no a una verdadera preocupación ambiental. A pesar de que sus defensores se niegan a aceptarlo, la energía nuclear está comprometida desde hace años y no ya por sus riesgos intrínsecos, sino por el declive de la producción de uranio, completamente indispensable para mantener el parque nuclear en marcha (a pesar de los cantos de sirena de la industria con el reprocesamiento y los reactores de neutrones rápidos).

Si el accidente de Fukushima no hubiera llevado al cierre repentino de las 53 centrales japonesas, la industria nuclear mundial se hubiera estrellado contra el muro de la escasez de uranio hace años, y eso en Alemania lo saben. De ahí su apuesta de abandono rápido de la energía nuclear. Pero al mismo tiempo, Alemania no ha abandonado el consumo de carbón: su competitividad se sigue basando en este combustible altamente contaminante.

Cuando se observan los datos desde una perspectiva más amplia, se ve que la experiencia alemana, aunque alentadora, no es tan magnífica como se quiere hacer creer. En primer lugar, porque al igual que en otros países avanzados, la electricidad representa poco más del 20 % de toda la energía final consumida en el país teutón, y es todavía menos cuando se expresa en términos de su energía primaria: las energías renovables representan en ese caso solamente el 12 %.

Descenso de consumo energético

Las cifras hablan del fin del crecimiento duradero en el viejo continente. De acuerdo con Eurostat, el consumo de energía primaria (ya no solo de electricidad) en Europa era similar en 2015 al consumo en 1995. Tal descenso energético es el preludio de un descenso económico que se acabará manifestando en los próximos años y décadas. Después de la Gran Recesión de 2008-2009, Alemania ha capeado el declive económico al que fuerza el descenso energético, e incluso ha conseguido aumentar su PIB, por medio de la externalización a otros países de las actividades productivas que consumen más energía y de la devaluación interna (reducción de los salarios de los trabajadores). Sin embargo, estas dos estrategias tienen un recorrido limitado: ni se puede externalizar toda la industria y dejar a todos los trabajadores en el paro, ni se pueden reducir indefinidamente los salarios.

Alemania, al igual que Europa, tiene aún unos años preciosos para intentar adaptarse al declive energético, que no solo será profundo sino que se irá acelerando. Para ello debe emprender de inmediato unos cambios radicales en su estructura productiva, económica y financiera. Una reforma que no consiste en una simple substitución de unas fuentes de energía, las fósiles, por otras, las renovables, sino en la comprensión sincera de que los recursos son finitos y de que se pueden satisfacer las necesidades básicas (y las no tan básicas) consumiendo muchos menos recursos, en el contexto de un nuevo sistema económico que no necesite crecer siempre (cosa imposible en un planeta finito). Desde el punto de vista técnico, e incluso desde el social, las soluciones existen ya y son eficaces: ahora solo falta que haya una verdadera voluntad política de emprender los cambios urgentes e imprescindibles. El colapso es evitable, pero no se evitará solo. ¿Comenzamos?

[1] Antonio Turiel, científico del Departamento de Oceanografía Física del Centro Mediterráneo de Investigaciones Marinas y Ambientales del CSIC y Doctor en Física Teórica. Editor y autor del blog The Oil Crash.