La energía nuclear en el franquismo y la transición.

Luis Castro Berrojo, Profesor de Historia y Geografía y activista antinuclear y pacifista. Revista El Ecologista nº 88.

El libro reseñado en este artículo aborda un aspecto poco conocido de la historia de España del siglo XX: los planes de fabricación de armamento atómico y el ambicioso programa de construcción de centrales e infraestructuras nucleares en los años finales del franquismo y durante la transición democrática. El asunto resulta de interés ya que aporta nuevas perspectivas y matices al período de la Transición y a los problemas actuales del sistema eléctrico español.

En 1976, la Junta de Energía Nuclear comenzó a construir en Cubo de la Solana (Soria) el Centro de Investigación Nuclear II (CIN II), con instalaciones que permitirían, según la versión oficial, abordar proyectos para la investigación avanzada sobre reactores nucleares rápidos (FBR), la fabricación de isótopos y fusión nuclear, entre otros, y continuaría la labor del centro existente en la Ciudad Universitaria de Madrid (hoy sede del Ciemat). Sin embargo, como ya se denunció entonces, algunas de las once instalaciones previstas podían tener aplicación armamentística, pues iban a producir material fisible suficiente como para sustentar un arsenal nuclear. Esta cuestión jamás se reconoció oficialmente y solo en los últimos años ha sido confirmada por el general Velarde Pinacho, como puede verse en los libros de Pilar Urbano sobre Juan Carlos I y sobre Adolfo Suárez o en la biografía de Franco de Payne y Palacios. En ellos, este militar retirado, que es también ingeniero y físico nuclear, se atribuye, quizá exageradamente, la autoría técnica del proyecto atómico denominado “Islero”. Su testimonio nos ha permitido redondear una tesis que de otro modo solo se sustentaba en referencias de prensa y en documentos desclasificados de archivos norteamericanos; ya que aunque el tema trascendió en su momento, apenas ha tenido después tratamiento historiográfico.

España, potencia nuclear

Concretamente, en el CIN II se preveía una planta de reprocesado de combustible irradiado con capacidad mínima de tratamiento de casi dos toneladas métricas de uranio quemado al año –lo que viene a producir un reactor de 1.000 MW–, dando como resultado tanto combustible recuperable para uso energético, como plutonio y uranio enriquecido susceptibles de uso explosivo. Sin olvidar que la central de Vandellós I, operativa entre 1972 y 1989 y fuera del control de Estados Unidos por ser de tecnología francesa –con reactor UNGG, no muy distinto del que ahora usa Corea del Norte para dar sustos a sus vecinos–, también pudo tener esa virtualidad armamentística.

No por casualidad, y coincidiendo con el anuncio del CIN II, los ministros de Exteriores y del Aire señalaron que España podía ser potencia nuclear, ya que “sólo el arma atómica –decía Areilza– proporciona la opción de participar en las decisiones dentro de ciertos ámbitos”. Para ello, Francia venía abasteciendo al ejército español de aparatos Mirage y Mystère capaces de cargar ese tipo de armas. Era la mentalidad de la guerra fría, a la que España no escapaba a pesar de su aislamiento internacional, y que se vio además acentuada con la aparición de focos de tensión y problemas internos y externos (agonía física y política del franquismo, salida del Sahara, revolución de los claveles en Portugal, auge de la izquierda en Francia e Italia, etc.) Este tipo de declaraciones se dejaron caer una y otra vez hasta 1981, momento en que el gobierno de Calvo Sotelo dio un giro de 180 grados en política exterior –ingreso en la OTAN, plena aceptación de los controles del Organismo Internacional de Energía Atómica–, en buena medida acusando la fuerte presión del gobierno de Estados Unidos, muy preocupado ya con la proliferación nuclear. Más adelante, ya en la época de los gobiernos socialistas de Felipe González, el giro se completó con la firma del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares.

Además de esa vertiente armamentística, el CIN II trataba de atender las necesidades del gigantesco parque de centrales nucleares entonces en construcción o previstas (hasta 24 con 39 reactores y casi 37.000 MW de potencia), especialmente en lo tocante al reprocesamiento del combustible utilizado. El control de esta tecnología permitiría no solo dotar de material fisible reciclado, sino de aminorar sensiblemente uno de los principales problemas del ciclo nuclear: el destino de los residuos de alta radioactividad. Así pues, el CIN II hubiera sido el eslabón de cierre del ciclo energético nuclear y a la vez el conector de este con el ámbito militar.

Vuelta al redil

Pero a comienzos de los años ochenta, el proyecto abortó y las instalaciones construidas se aprovecharon para el Centro de Investigación de Energías Renovables (CEDER), actualmente en funcionamiento. En el plano energético, el cambio fue impuesto por el abandono general de los reactores FBR “plutoníferos”, demasiado costosos y peligrosos, así como de la tecnología del reprocesado, que solo pervivió en países que optaban por su uso militar. Por otro lado, las presiones de Estados Unidos y de los organismos occidentales dieron al traste con los planes atómicos de los gobiernos de Suárez y condujeron a España al redil de la OTAN, forzando a una opinión pública mayoritariamente opuesta a ello.

A pesar de este desenlace, estimamos interesante el análisis del proyecto, ya que en torno a él se explican con mayor precisión aspectos clave de la política española de esos años. Por un lado, se ve cómo el CIN II encajaba en los planes energéticos de la época, volcados en la perspectiva del “todo eléctrico, todo nuclear”, con unas previsiones de futuro desmesuradas que ignoraban los efectos de la crisis y los graves problemas de seguridad implícitos. Por otro, el aspecto económico evidencia el carácter altamente especulativo del negocio atómico, que generó grandes plusvalías en la fase de construcción de las centrales, pero que, cuando llegó el momento de la obligada moratoria y del recorte del parque previsto, socializó sus pérdidas, tal como demostró y cuantificó muy fundadamente nuestro añorado Ladislao Martínez en estas mismas páginas.

La vertiente armamentista del CIN II lleva a abordar también cuestiones políticas, como el contexto de segunda guerra fría (presidencias de Carter y Reagan), y el análisis de un arsenal atómico español como apoyatura para una política exterior y de defensa distinta por parte de los gobiernos de Suárez, una vez que la relación bilateral con EE UU no satisfacía las necesidades españolas, sobre todo respecto de Marruecos y el Mediterráneo. La opción de nuclearizar España era coherente con esa perspectiva, así como la muy problemática situación política de los años finales del franquismo, el aislamiento internacional y el retraso en el ingreso en la Comunidad Europea y en la OTAN. Se suponía también, ya desde la época de Muñoz Grandes y Carrero Blanco –impulsores iniciales del proyecto– que ello daría a España una mayor capacidad de acción y de influencia en los escenarios internacionales, algo muy sensible para unos gobiernos que eran vistos como parias desde el final de la segunda guerra mundial y hasta bien avanzada la Transición.

En esta historia no cabe olvidar la incidencia de un movimiento ecologista y antinuclear entonces incipiente; un aspecto que también se aborda en esta obra. Recordemos que en Soria se constituyó entonces la Coordinadora Estatal Antinuclear (Cean), que tenía presencia prácticamente en cuantos lugares se albergaban o preveían instalaciones nucleares. Han pasado casi cuatro décadas desde los sucesos señalados, pero el movimiento ecologista se sigue enfrentando hoy a desafíos no muy distintos de los que entonces se planteaban. Por eso puede ser de interés recordar el episodio del CIN II. Desde una perspectiva global y pacifista tampoco se han superado los problemas derivados de la proliferación atómica, que se agudizan con actitudes provocadoras como la del gobierno de Corea del Norte o la rehabilitación del centro de Defensa estratégica –NORAD– en Estados Unidos, tras su clausura al final de la guerra fría.

Como se puede apreciar, abordamos asuntos que se hurtaron en buena medida a la opinión pública durante la Transición democrática. La visión crítica de esta ha ido a más en los últimos años, llegando a tener expresión política en los últimos resultados electorales, que abren la perspectiva de cambios en asuntos vistos hasta hace poco como tabúes. Entre ellos, la política energética, donde se avanzan ideas como la de la garantía constitucional del acceso a la energía, la reformulación del mix energético dando mayor papel a las renovables y al autoabastecimiento, una tarifación más transparente y progresiva e incluso la nacionalización del sector energético. Es muy probable que la aplicación de este tipo de medidas sea incompatible con la permanencia del oligopolio empresarial energético, que desde hace muchas décadas viene haciendo prevalecer sus criterios e intereses sobre los de los usuarios, con la colaboración de unos políticos a los que luego remunera generosamente en sus consejos de administración. No es el caso profundizar en estos asuntos, sino indicar que esta obra intenta analizar algunos orígenes de los problemas del sistema energético español, señalando también a sus responsables por acción (los oligopolios eléctricos) o por omisión (los gobiernos españoles).